Muchos creadores de empresas, algunas veces sin darse cuenta, enfrentan una paradoja: pero lo curioso es que es de la misma naturaleza que la de tener hijos.
Ambas creaciones (o criaturas) empiezan siendo una parte de si mismos (de los emprendedores o de los padres) y éstos los siguen considerando así, aun cuando aquéllos crezcan.
Sin embargo, tanto los hijos como las empresas al crecer, se deben independizar y desprender de sus progenitores, so pena de quedarse anquilosados y atrofiar, por falta de uso, sus facultades y potencial.
En la empresa familiar, si es demasiado pequeña o está en sus inicios, el espacio de trabajo es el mismo de la vivienda; los gastos de una y otra no de diferencian; los hijos dedican indistintamente su tiempo a estudiar y ayudar en el negocio; nadie cobra un sueldo, simplemente se distribuye el dinero que entra. Así, la empresa es, simplemente, la actividad familiar. La empresa, como tal, no tiene vida propia. No es un individuo, ni legal, ni formalmente.
Eso es triste y, tratándose de empresas, sobre todo familiares, quienes debe guardar y alargar la distancia con la empresa no sólo deben ser sus creadores, sino ¡oh sorpresa! también su propia familia.
Cuando la familia no se limita a considerar como propiedad patrimonial a su empresa (como debiera), sino que llega al extremo de considerarse parte de la misma y se confunden los roles, la están empezando a matar y se están disparando un tiro a su propio pie. ¡Otra paradoja!
Suena drástico… y lo es.
Las empresas, si se desea que crezcan y sobrevivan por si solas, deben tener, no sólo un propósito u objetivo, sino también valores, tecnología y procesos; pero, sobre todo, estructura y vida propia, independiente de la familia a la que pertenece.
En una simplificación extrema, pero no por ello menos válida, he dicho que extender la vida de la empresa es sinónimo de institucionalizarla.
Pero este tema es muy amplio, como seguiremos viendo.